El 26 de noviembre de 2022 Jorge Valdano escribió un nuevo artículo sobre la actualidad futbolística para El País. Aunque ya puedes leer el texto completo en la web del periódico, os dejamos aquí el artículo:

Que no enferme el juego

Si el fútbol no tenía corazón cuando era pobre, no vamos a pretender que lo tenga ahora que se ha hecho rico.

Simulacro de fútbol. En países con tradición, el fútbol dialoga con otros saberes porque a 150 años de su nacimiento es lícito incorporarlo a nuestro patrimonio cultural. Más aún, damos por sentado que el fútbol es un buen simulador de la vida. Dentro de un partido habita la ilusión, la incertidumbre, el miedo y todas las pasiones humanas sin que las consecuencias afecten a nuestra existencia. Solo afectan al humor. De modo que cuando uno llega a un Mundial espera que, como buen simulador, el fútbol exagere la vida. Lo que jamás podíamos imaginar es al fútbol simulándose a sí mismo. El ejemplo por antonomasia son las patéticas hinchadas que gritan por las calles a cambio de un sueldo. Pero Qatar se quitó el disfraz el primer día. Su selección abrió el campeonato con una actuación desilusionante, pero eso puede pasar. Lo que es más difícil de entender es que la hinchada abandone el estadio en el entretiempo.

La falsa moneda. Se entiende. Uno no es rico para aburrirse en un partido ni mucho menos para tener que aguantar el deshonor de una derrota, así que, cuando se olieron la tostada, se fueron a buscar la fiesta a otra parte. Lección magistral de una tendencia que debería desatar todas las alarmas: para sanar la economía estamos enfermando el juego. Desaparecen tradiciones, ritos, sentimientos colectivos, todo lo que dota al fútbol de identidad e impacto social. En medio de este lujoso ámbito, los hinchas de las distintas selecciones que llegaron a Qatar son piezas de gran valor entre falsificaciones. Causa hasta ternura la inocencia de esa pasión. Menos mal que Infantino se siente gay, árabe y trabajador inmigrante, si no esto sería irrespirable. Aunque ni siquiera aspiramos a tanto. De hecho, nos sentiríamos satisfechos con un poco de decencia.

Que gane el peor. Luego llega el fútbol salvaje pidiendo foco a su manera: enloqueciendo previsiones y multitudes. Si bien los Mundiales validan todas las teorías, hoy me voy a recrear en la de Rajoy: “No hay enemigo pequeño”. De la derrota de Argentina contra Arabia Saudí se dijo de todo, menos que Argentina mereció ganar. Lo mismo se puede decir de Alemania con respecto a Japón: mereció ganar el que perdió. Si uno no es argentino ni alemán, se complace viendo a David destruyendo a Goliath. Pero hay una cuestión cada día más evidente que no resuelven las revoluciones tácticas ni los cambios reglamentarios: el fútbol ignora los méritos. Son muchas las ocasiones en las que, el que menos hace, se lleva el premio del triunfo. Uno aspira a la elemental justicia de que gane el valiente, el que más arriesga. Pero si el fútbol no tenía corazón cuando era pobre, no vamos a pretender que lo tenga ahora que se ha hecho rico.

El Mundial no es serio, el fútbol sí. El Argentina-Arabia Saudí se presentaba como el partido de la desproporción. La superioridad de Argentina era abusiva por el peso del talento, de la historia, del genio que disfruta, del gol que llegó pronto… Los errores en la búsqueda del desequilibrio eran evidentes y, además, el VAR interfería. Pero parecía tan fácil que solo era una cuestión de tiempo. Comenzada la segunda parte bastaron cinco minutos para que los saudíes encontraran la portería dos veces, como no lo habían hecho antes ni lo volverían a hacer. Fue entonces cuando las emociones se hicieron cargo del partido para que Argentina recorriera el arco que va de la desesperación a la impotencia. Arabia, en cambio, transitó de la insignificancia al heroísmo. El partido revolucionó el grupo de tal manera, que Argentina llegó a Qatar aspirando al campeonato y esta noche, en su segundo partido, jugará por la supervivencia. Nada mejor para que el Mundial parezca de verdad.