Jorge Valdano presenta su último artículo,
“Verano del 2017”, escrito en especial para esta web.
Podéis leer el texto completo debajo de estas líneas:

Florentino Pérez tuvo razón cuando se presentó ante el mundo del fútbol armado hasta los dientes con una frase imbatible: “este es un negocio de héroes”. Para gozo de los economistas, la frase tenía sus ramificaciones: “los héroes son estratégicos y lo que es estratégico no tiene precio”. La visión de Florentino fue discutida y criticada por un simple motivo: tuvo razón antes de tiempo. Como el gran empresario que es, se imaginó el futuro y acertó de pleno. Ahora el futuro está aquí y aquella visión es compartida por muchos clubes que han desatado una búsqueda frenética de héroes para no quedar descolgados de la competencia planetaria. Como en el mundo del fútbol hay más dinero que figuras, se avecinan conflictos. Mientras tanto, lo mismo se paga una cantidad millonaria por un adolescente del que el aficionado medio no sabe absolutamente nada (Vinicius), que se tasa por una cifra escandalosa a un jugador que lleva apenas un año en el máximo nivel (Mbappe), o se compra por una suma salvaje a Neymar, el talento pop por excelencia del fútbol moderno: hábil, veloz e imaginativo dentro del campo; divertido, frívolo y hedonista el resto del tiempo (o sea, casi siempre). Además, tiene un padre con las ideas muy claras: dinero y fama antes que títulos. Más moderno, imposible.
Mientras que el PSG, con su tremendo golpe al mercado, ha llevado el fútbol a una nueva dimensión industrial, Neymar lo ha llevado a una desconocida dimensión moral. Se ha olvidado de un club que comprometió incluso su honestidad por ficharlo, de la afición que lo adoptó desde el primer día como a un hijo, de los compañeros que lo trataron como a un amigo, y hasta del fútbol como compromiso vocacional. Tanto al PSG como a Neymar les anima una misma ambición: ocupar el mayor espacio posible. Lo consiguieron durante el verano, haciendo un ruido descomunal de esos que crean marca.
Dinero y ruido son las nuevas claves que movilizan esta industria. El fútbol, que entendíamos como una especie de recreo existencial, ha alcanzado una trascendencia ridícula que abarca desde la fascinación por el nuevo peinado o la nueva novia del crack de turno, hasta la representación (casi de cómic) de la lucha entre el bien y el mal. La infantilización de la sociedad, el territorio conquistado por el entretenimiento, el triunfo de la emoción sobre la razón… Todo contribuye a la sensación de que todo es fútbol.
La afición no sabe qué hacer con este nuevo estado de cosas. De momento, casos como el de Neymar desatan reacciones primarias: los del PSG están entusiasmados, los del Barça indignados, los del Real Madrid aliviados… Pero, en general, comienzo a percibir una cierta sensación de hastío en los hinchas más civilizados (que son la mayoría, cuando la pasión les deja pensar). El fútbol cercano de siempre, en el que los jugadores defienden el orgullo del hincha y en el que un equipo es querido como un amigo que nos acompaña durante toda una vida, parece haber perdido definitivamente su ingenuidad en el verano del 2017.
No es que Neymar tenga la culpa en exclusiva de este cambio, pero toda transformación necesita de un símbolo y nada define mejor este tiempo que una cifra: 222 millones de Euros. ¿Debilita esto al fútbol? Por supuesto que no como fenómeno. La humanización que está perdiendo queda compensada por la fuerza del marketing, por la velocidad a la que viaja por las redes, por su capacidad para seducir y por la imparable inflación al que el “caso Neymar” ha contribuido de un modo escandaloso. Y porque hemos convertido a los jugadores en dioses, cada día más inalcanzables y alejados de la realidad.
Pero el fútbol, además de un gran negocio, es un bien espiritual que conviene no subestimar, entre otras cosas porque esa es la base del negocio. El que no vio la despedida de Totti que la busque en Internet. No importa que hayan pasado algunos meses de aquello, tampoco que no seamos de la Roma. La fuerza de la identidad y el ídolo como personalización de un sentimiento compartido emociona a cualquiera. Cuando el Barça atravesó su mejor período futbolístico, disfrutó de un gran juego y de grandes resultados, pero sobre todo del orgullo de sentirse representados por una idea noble llevada a cabo por hombres de la casa. Tipos ordinarios que jugaban al fútbol de una manera extraordinaria. Este año, el Madrid volvió al triunfo grande y los jóvenes españoles, algunos de ellos canteranos, aumentaron el nivel de compromiso del equipo, pero también la alegría de la afición. En todos los casos, la fuerza de la identidad potenció la adhesión de la gente. No de los chinos, supongo, pero sí de los socios y los hinchas más cercanos, que son los que guardan el tesoro sentimental del fútbol.
¿Cuánto tardará Neymar en besar el nuevo escudo? ¿Habrá alguien dispuesto a creerle? El hincha medio es tan ingenuo que seguramente sí. Las preguntas ya no son si a Neymar le sigue interesando el fútbol más que el dinero o la fama, ni qué cantidad de bufones disfrazados de amigos va a necesitar para seguir riéndose de todo. Neymar es un pionero del futbolista que viene, pero no le cabe la palabra “culpable” porque todos somos responsables.
Usted y yo somos cómplices de este nuevo fútbol que abre los telediarios ante nuestra atenta curiosidad. Un fútbol en el que 108 millones de personas siguen a Ronaldo en Instagram para admirarle sus músculos. En el que aplaudimos cualquier opinión, por ridícula que sea, si es vertida por un jugador que lleva “nuestra” camiseta. Como si el talento, sin duda singular, que los futbolistas tienen para mejorar cada pelota que reciben, les diera a sus palabras una relevancia y una autoridad dignas de atención. Convertir lo irrelevante en sustancial es lo que está empezando a alejar de la realidad a muchos futbolistas, y lo que terminará convirtiendo el fútbol en un espectáculo tan frío como un partido de Play Station. Mientras, todos aplaudiremos fascinados a los dioses al tiempo que criticaremos que se comporten como tales. Una lógica que parece coherente con la era de la posverdad; esto es, de la consagración de la mentira.