Los hombres de la selección uruguaya de fútbol todavía no habían jugado la famosa final del cincuenta y ya estaban cansados de tanto perderla.

Por las calles que rumbaban a Maracaná iban jóvenes y viejos, hombre y mujeres, ricos y pobres, negros y blancos; todos juntos, todos unidos por la alegre coincidencia de ser brasileños el día que Brasil sería campeón del mundo.

  • ¿Cuántos les meteremos hoy a los uruguayos? – preguntaba alguien de enjambre feliz.
  • Seis, siete, ocho, diez… – le contestaban.

Obdulio Varela, capitán uruguayo, empezó a tejer su leyenda el sábado 15 de julio de 1950, víspera de la final. En primera, a ocho columnas, el diario O Mundo titulaba bajo una gran foto del equipo brasileño: «Éstos son los campeones del mundo». Manuel Caballero, cónsul honorario de Uruguay en Brasil, compró más de veinte periódicos, los repartió entre los jugadores antes del almuerzo y hurgó con el puñal: «Mi pésame, los señores ya están vencidos». Obdulio Varela se encerró en el baño que el hotel Paysandú tenía reservado para los jugadores uruguayos y muy serio, delante de sus compañeros, se puso a orinar sobre el inconsiderado diario.

Treinta años más tarde, Obdulio reconocería que «si jugásemos cien veces aquel partido lo perderíamos las cien», pero todavía hoy no admite la rendición: «Nunca perdí un partido antes de jugarlo».

Según censo de 1950, Brasil contaba con 52 millones de habitantes. Era el comienzo de una década esperanzadora para un país que buscaba su destino como nación. Quizá por eso el antropólogo Roberto de Matta escribió mucho tiempo después que «la final del cincuenta es, tal vez, la mayor tragedia de la historia contemporánea de Brasil, porque implicó a una colectividad y provocó una visión solidaria de pérdida de una posibilidad histórica».

Todo Brasil se sintió representado por una selección triunfante y artística que según la Gazzeta dello Sport “convocaba ciencia, arte, ballet y hasta circo». Sobre Zizinho, la gran figura de aquel pasmoso equipo, el diario italiano publicó entonces que «su fútbol hacía recordar a Leonardo da Vinci pintando alguna cosa rara en la intensa tela de hierba de Maracaná».

El día que Brasil atardeció llorando, amaneció con un sol radiante. Un desfile caótico, colorinche y estruendoso iba haciendo el Maracaná con paso rápido y sonrisa amplia. Estaban citados con la gloria. El autobús uruguayo atravesó al gentío como un ataúd que se cruza con una fiesta.

Desde el mediodía, Brasil metió todo su delirio en el estadio. Río de Janeiro quedó desierto; nadie en las calles, nadie en las playas. La vista estaba comprimida en Maracaná y eran las ondas radiofónicas el especial e infinito cordón umbilical que distribuía emoción por el país.

Pelé tenía 10 años y oyó el partido con su familia en una humilde casa de Bauru; el rey Juan Carlos tenía 12 años y no tengo ni idea lo que hizo ese día; los padres de Butragueño no se conocían; mi madre estaba embarazada de mi hermano y a mí me faltaban cinco años para nacer… Lástima, no pude ir a la cancha: al Maracaná, descomunal templo futbolístico de 800 metros de perímetro construido para la ocasión. Palacio de pasiones. Colosal tumba donde al final de la tarde quedaría sepultada la alegría.

La selección local ocupó su vestuario con mucha antelación.

Se tiraron colchones por el suelo, se apagaron las luces y se hizo silencio para que reposaran los astros. Unas horas después, los pasillos empezaron a oler a linimento. Los jugadores se vistieron con sus colores más queridos y cumplieron sus secretas supersticiones. Había miedo en el aire.

Flavio Costa, entrenador brasileño, sólo pidió sus jugadores que no aceptaran las provocaciones del adversario. Se oyeron gritos de ánimo, palmas, arengas… «Estamos listos», dijo alguien. «Pues vámonos». Y Brasil se fue con Barbosa de portero; Augusto, Juvenal y Bigode como defensas; Bauer, Danilo, Zizniho y Jair en el centro del campo, y Friaça, Ademir y Chico de delanteros. Su diseño táctico seguía el dictado de la moda europea: jugaban bajo el sistema WM. Era teóricamente imposible jugar mejor que esos once hombres, a los que les había llegado la hora de la verdad. Ellos se sabían superiores, pero ¿cómo no ponerse nerviosos? Tenían que cumplir con el último trámite, dar la última gran exhibición. Los tacos de las botas eran de cuero y le sacaban música de fútbol al suelo. Allá, al final del pasillo, un chorro de luz les señalaba la salida del túnel. Adiós, Brasil, que te vaya bien.

En el vestuario de Uruguay, los jugadores parecían soldados dispuestos a dar la vida por la seria causa del fútbol nacional. El embajador uruguayo les pidió tranquilidad, caballerosidad, buen comportamiento, disciplina. Pidió, en fin, que el equipo no manchase el espectáculo, porque Uruguay tenía una pésima tradición futbolística en Brasil. Juan López, el entrenador, respetó la tradición ordenando la defensa con cuatro hombres en línea. Las puertas se abrieron para dejar salir a los uruguayos con Maspoli como portero; Gambetta, Tejera, M. González y R. Andrade en la defensa; Obdulio Varela, J, Pérez y Pepe Schiaffino de mediocampistas, y Ghiggia, Mínguez y Morán en ataque. Estos fueron los once elegidos que al final de la tarde dejarían inaugurada la garra charrúa, definición que desde aquel día y para siempre identificaría universalmente al fútbol uruguayo. Muy seria identificación si consideramos que los charrúas fueron indios que habitaron en el margen oriental del río de la Plata, y cuyo acto de presentación al mundo civilizado fue, según algunos historiadores, el de despedazar y comer a don Juan Díaz de Solís y otros ocho tripulantes entre enero y febrero de 1516.

La selección uruguaya iba caminando por los largos caminos subterráneos del gran estadio hasta que Obdulio encontró la forma de decir que ahí no estaban de misión diplomática. Su voz tenía un grosor de ultratumba; todos se detuvieron a escucharlo: «Ahora vamos a jugar como hombres», dijo. Y añadió: «Nunca miren a la tribuna, el partido se juega abajo. Ellos son once y nosotros también. Este partido se gana con los huevos en la punta de los botines».

Los jugadores comenzaron a subir los ventitrés escalones que los llevarían al centro verde del hirviente Maracaná. Chao, Uruguay, para ti también mis buenos deseos.

Afuera esperaban 173.850 espectadores de pago y 30.000 invitaciones, cifra jamás igualada en la historia del fútbol. A las 14.30 salió Brasil seguido de Uruguay. Las banderas se volvieron locas, los gritos y los saltos de los 200.000 hicieron temblar el estadio; el país entero hizo silencio para dejar hablar a un aparato de radio. Para los fotógrafos sólo existían los jugadores brasileños, y eso a Obdulio no le gustó: «Dejen a esos monos y vengan aquí, los campeones vamos a ser nosotros», les gritó a dos reporteros montevideanos.

Las selecciones formaron frente al palco de autoridades. El inglés George Reader, árbitro del partido, sintió la fuerza del imperio cuando el himno homenajeó su presencia. Sus auxiliares de banda eran Arthur E. Ellis (inglés) y G. M. Mitchell (escocés).

A la derecha, pantalón negro, camiseta celeste; cada jugador uruguayo sorbió una copa de lágrimas cuando un respetuoso silencio les dejó oír las estrofas de su canción patria. A la izquierda, de blanco con adornos azules, los dioses brasileños sumaron sus voces a las del público para que el himno nacional tronara sobre Río.

Fue entonces cuando Angelo Mendes de Morais meó fuera del tiesto. Mendes de Morais fue el general y prefecto del Distrito Federal que autorizó la construcción del estadio con ley del 14 de noviembre de 1947 y puso la piedra fundamental el 2 de agosto de 1948. El Maracaná fue bautizado como estadio municipal Angelo Mendes de Morais. Por los 254 altavoces del estadio Angelo gritó lo más fuerte que pudo: «Ustedes, brasileños, a quienes yo considero vencedores del campeonato mundial. Ustedes, jugadores que en pocas horas serán aclamados por millones de compatriotas. Ustedes, que no tienen rivales en todo el hemisferio. Ustedes, que superan a cualquier otro competidor. Ustedes, a quien yo ya saludo como vencedores».

Obdulio Varela por Uruguay, Augusto por Brasil y el árbitro George Reader en nombre de la justicia futbolística realizaron la elemental ceremonia del sorteo del campo. En los partidos previos Brasil había elegido siempre el mismo terreno, pero en esta ocasión la moneda favoreció a Uruguay. El capitán celeste no estaba para gentilezas y obligó a los locales a girar su suerte haciéndoles defender en el primer tiempo la portería que les hubiera gustado atacar. Obdulio se fue a su puesto de trabajo sin tenderle la mano al juez. Nunca le dio la mano a un árbitro. Más charrúa que nadie, Obdulio.

Desde hace 40 años el maestro Zizinho viene repitiendo que «si nos hubiéramos enfrentado dos años, dos meses o dos horas después, Uruguay hubiera salido goleado». Es posible, pero el partido fue ése, no otro, y empezó a las 14.55 del 16 de julio de 1950, cuando el árbitro dio la orden, y Ademir tocó en corto para Jair.

Son pocas y malas las imágenes fílmicas que se conservan del partido, y hay una versión por espectador de lo que ocurrió allí dentro. Por eso el escritor Carlos Heitor Cony asegura «haber dejado de creer en Dios ese día. No por la derrota, sino porque no vi a dos personas que describieran el gol de Ghiggia de la misma manera. ¿Cómo creer entonces la versión de media docena de apóstoles que vieron a Cristo resucitar en un local yermo y oscuro?».

Sólo la grabación radiofónica íntegra de la Radio Nacional de Río en la voz de Antonio Cordeiro nos permite meternos en el partido con un destornillador: «Zizinho engaña a Tejero y manda el balón para Ademir. Ademir da un pase sin dirección que cae en los pies de Gambetta…».

La selección que sólo sabía jugar bien apenas demoró treinta segundos en crear su primera ocasión de gol. Brasil tenía urgencia de gloria y esa jugada temprana, aunque abortada por Maspoli, convocó una ovación de alivio: Brasil podía. La máquina que había bordado fútbol contra España y Suecia seguía trabajando a satisfacción a Uruguay.

Diecisiete veces se pusieron de pie y levantaron los brazos muchos brasileños para bajarlos y volver a sentarse de inmediato. Diecisiete veces alzó y calmó la voz el relator; aulló y ahogó su grito el Maracaná. Unas veces acertó Maspoli, otras veces falló la puntería.

¿Y Uruguay? Bien, gracias. Intentaba aplacar a esas fieras hambrientas de gol haciendo sonar lentos violines. Con pelota al suelo y sin ninguna prisa. Obdulio y su banda querían imponer un ritmo pausado. «Mía, tuya, otra vez mía, ahora se la doy un poquito al portero». Treinta segundos menos. «Mía, tuya, otra vez mía. Ahora la tiro larga a ver qué pasa». Otros treinta segundos menos.

En esa primera parte Uruguay no tiró un solo córner, pero buscó el gol en seis ocasiones, dos de ellas con peligro. Brasil, algo nervioso, jugó mejor, pero el parcial 0 a 0 premiaba el fútbol burocrático que habían intentado los celestes.

El descanso es un buen momento para hablar de Obdulio Varela, porque necesitamos tiempo. Obdulio era un mulato hijo de español y negra, con tres años de escuela primaria y, a partir de entonces vendedor, de diarios y lustrador de zapatos. De muchacho trabajó de albañil, y por su afición al vino tinto el barrio lo conocía como Vinacho. Estos antecedentes no impidieron que Obdulio Varela diera en Maracaná golpes psicológicos dignos de un refinado intelectual. El 16 de julio de 1972, en declaraciones realizadas al periodista y escritor argentino Osvaldo Soriano para el desaparecido diario La Opinión, el jefe negro explicó: «Yo había jugado un millón de partidos en todas partes, en canchas sin tejidos, sin alambrados, a merced del público, y siempre había salido sanito. ¡Cómo me iba a achicar ese día en el Maracaná que tenía todas las seguridades!».

Su primer golpe de autoridad lo dio sobre el minuto 28, lo que le pegó lo que algunos entendieron como un puñetazo y otros como una bofetada a Bigode. No se agotaría ahí el repertorio del moreno celeste que jugó cuatro años en el Wanderers y doce en el Peñarol. Como los grandes generales, necesitó de la adversidad para mostrar la estatura de su carácter. Se llevaban disputados 81 segundos de la segunda mitad cuando Brasil encontró un final feliz para una de sus jugadas. Así la cantó el relator de la Radio Nacional de Río: «Recupera Zizinho, de nuevo ataca Brasil. Recibe Ademir en la entrada del área, alarga para Friaça. ¡Atención! ¡Entró en el área! Tiró…¡Goool! ¡Goool! Friaça. Gol Brasileño».

«Parecía que el mundo se nos caía encima», declaró el mismo Friaça muchos años después. El mundo se cayó encima de todos menos de Obdulio, que decidió ponerle hielo al infierno. El jefe negro recogió la pelota dentro de su portería, se la puso debajo del brazo y se fue a pedirle explicaciones sobre quién sabe qué a Arthur Ellis, linier que marcaba el ataque brasileño, y a George Reader, árbitro del encuentro.

Durante 73 segundos el mundo tuvo que esperar que Obdulio parara de hablar con dos británicos en su castellano estragado en suburbios montevideanos y devolviera el balón. «¡Las cosas que me decían los brasileños!», recuerda el capitán celeste. «Estaban furiosos. La tribuna chiflaba, un jugador me vino a escupir, pero yo, nada. Serio no más. Cuando empezamos a jugar de nuevo, ellos estaban ciegos, ellos no veían ni su arco de lo furiosos que estaban».

Pero con ese gol Brasil terminó de sentirse campeón. Eran superiores, les bastaba con el empate y ganaban 1 a 0. A Uruguay le quedaba la fe y algo más de cuarenta minutos por delante. Enfriado el infierno con ese inolvidable gesto teatral del capitán charrúa, empezó un partido nuevo con Vinacho de amo absoluto. En el libro Obdulio, el último capitán, su autor, Radamés Mancuso, escribió: «No digo que fue él quien ganó el partido, digo que sin él no se ganaba».

Alto, fuerte, moreno, valiente y herido en su orgullo ganador, llegó a sacudir a su compañero Julio Pérez al tiempo que le pedía: «Más sangre, más sangre». Conviene aclarar que pedía sangre propia, no ajena.

La necesidad de gol no varió el funcionamiento defensivo uruguayo, pero la pelota empezó a salir con más agilidad y, desde mitad del campo hacia delante, el secreto lo tenía Ghiggia. Bigode, lateral izquierdo local, no era capaz de descifrar el juego del veloz y hábil extremo uruguayo, y el entrenador brasileño no supo equilibrar tácticamente esa desventaja.

Se llevaban disputados 20 minutos del segundo tiempo cuando Obdulio recibió el balón de Julio Pérez y lo abrió hacia Ghiggia. Bigorde lo vio pasar con la misma impotencia que los 200.000 espectadores, aunque de más cerca. En ese momento, desde el callejón del 10, Pepe Schiaffino comenzó una larga diagonal. Ghiggia desbordó. Schiaffino corría de izquierda a derecha. Ghiggia se encontró con la línea de fondo. Schiaffino seguía corriendo. Con poco ángulo para el tiro, el extremo decidió terminar con un centro rápido hacia atrás. La pelota y la pierna derecha de Schiaffino se encontraron dentro del área y acordaron un tiro alto, fuerte y preciso. Barbosa nada pudo hacer.

¡Goool de Uruguay! Schiaffino, todos, menos Obdulio, alargaron el festejo en merecidos abrazos. El capitán no se conformaba con tan poco. Esperó a sus compañeros en el centro del campo agitando la camiseta celeste con las dos manos y exigiendo, esta vez: «Más alma, más alma».

– ¿Por qué sacudía usted la camiseta? – le preguntaron a Obdulio.

  • Porque sólo ella podía llevarnos al triunfo – contestó.

El partido volvió al empate, pero bajo condiciones nuevas. Al Maracaná llegó el silencio. El miedo cerró 200.000 bocas. Rivadavia Correia Meyer, presidente de la Confederación Brasileña de Fútbol, dice que «se podía oír el vuelo de una mosca… El silencio sólo lo quebraba el pitido arbitral y los gritos de Obdulio».

La desconfianza que enmudeció el Maracaná se metió en los huesos de los jugadores brasileños como si un oculto manto de pesimismo los hubiera cubierto de desamparo. El mismo silencio que se le atragantó a Brasil fue un energético para Uruguay. Los charrúas tenían su oportunidad. La defensa se mantenía ordenada, el centro del campo era tierra de Varela y en ataque Ghiggia seguía abusando de Bigode. Los celestes provocaron los dos únicos córneres a favor de todo el partido. Uruguay merodeaba el gol…

Ocurrió a las 16.38 del 16 de julio de 1950. Fue en el minuto 33.30 de la segunda parte. Otra vez Julio Pérez inició la jugada, tocó rápido par Mínguez y recibió la devolución. Julio Pérez cruzó el centro del campo y entregó el balón a Ghiggia; el extremo se la devolvió a Pérez. Pérez lanzó en profundidad. Ghiggia comenzó a correr. Los supersticiosos dijeron entonces que jamás volvería a crecer la hierba en el camino que recorrió Ghiggia. Bogode perdió esa carrera como había perdido las anteriores, el central Juvenal cruzó tarde; Ghiggia corría hacia la banda… A Barbosa (portero brasileño) lo mató la memoria. Pensó que el extremo resolvería como en el primer gol, y por ganar un paso para cortar el presunto centro regaló el primer palo de la portería, que desde un par de segundos más tarde y durante mucho tiempo sería bautizada como “gol Ghiggia”. Porque lo que Ghiggia resolvió fue tirar directamente, raso y fuerte. Barbosa regresó tarde, la torcida cerró los ojos, la pelota sacudió la red y Uruguay se puso 2 a 1. ¡Goool de Uruguay! «Jamás podría suponer», declaró Ghiggia al diario O Globo en 1981, «que marcaría a una generación entera de brasileños y uruguayos». João Máximo escribió que ese gol «parecía dividir la vida de los brasileños en dos fases distintas. Antes y después de él.»

El silencio daba miedo. Schiaffino lo cuenta así: «Fue la primera vez en mi vida que escuché algo que no fuera ruido. Sentí el silencio. Parecía que todo había terminado.»

Al pobre Barbosa nunca le dejaron olvidar el dolor del haber sufrido ese tristísimo gol, pero aun tiene fuerzas para recordar: «Cuando me levanté, el Maracaná estaba mudo.»

Ghiggia, por el contrario, se niega a olvidarlo, y todavía hoy presume, con razón, que «sólo tres personas callaron el Maracaná con 200.000 espectadores: Frank Sinatra, el papa Juan Pablo II y yo».

Al partido le quedaban once minutos y medio, pero Uruguay ni volvió a buscar el gol ni falta que le hacía. Brasil siguió dándole oportunidades a la justicia, pero hay días que los dioses sólo atienden a algunos. Tres situaciones de máximo peligro salvó Maspoli bajo los palos uruguayos. No había caso. En el último minuto, Friaça lanzó el córner número cinco de la segunda parte. Todo Brasil (hombres, mujeres y niños) subió a cabecear. La pelota venía en el aire cargada de miradas suplicantes cuando el árbitro decidió dar por terminado el partido. Eran las 16.50 cuando 52 millones de brasileños se quedaron sin tiempo para tener esperanzas y con un domingo todavía sin terminar, pero ya irremediablemente triste.

«Fue como si se hubiera preparado una fiesta para coronar a un rey y el rey se hubiera muerto antes de la coronación». Lo dice Barbosa y tiene razón. Para coronar al rey que no podía morir se había preparado una ceremonia solemne con himnos, discursos, y guardia de honor, pero cuando Jules Rimet (presidente de la FIFA) se asomó al túnel con la copa en sus manos, no vio micrófonos, ni banda de música, ni guardia de honor. En sus memorias escribió que «todo estaba previsto, excepto el triunfo de Uruguay».

Pasaron 40 años. Brasil conoció tres veces la alegría de ser campeón del mundo, pero la leyenda siguió trabajando sobre la historia de la final del cincuenta casi tanto como la literatura siguió trabajando sobre la brutal tristeza que ocasionó. Acaso porque, como escribió Paulo Perdigão en su excelente libro Anatomía de una derrota: «De todos los ejemplos históricos de alcance nacional, la copa del 50 es el más bello, el más apoteósico: es un Waterloo de los trópicos, y su historia es nuestro crepúsculo de los dioses«.