En sus primeros cincuenta años de vida, el Real Madrid ganó dos títulos de Liga. Llegó Alfredo Di Stefano y, en los siguientes cincuenta, el club había ganado más títulos que todos los equipos españoles juntos. Un dato de tal consistencia no necesita de matices. Eso se llama cambiar la historia. Hablamos, al fin y al cabo, del auténtico ser superior del mejor club del Siglo XX. Una personalidad fuerte y seductora como pocas veces vi en mi vida, con una naturaleza competitiva de tal calibre que no necesitaba de un partido de fútbol para demostrarla.
Un conquistador en pantalón corto
La primera resonancia que tuve de su nombre fue casi mitológica. Yo era un niño argentino, y a mi país llegaban noticias de una especie de Cristóbal Colón inverso que le descubría el fútbol a los europeos. Olvídense de internet. Las referencias eran esporádicas y grandiosas en una Argentina que no se sentía el centro del mundo, pero si del fútbol. Alfredo era la prueba. Lo conocí en Vitoria, en la espera de un partido que enfrentaba al Alavés, en el que yo jugaba, y al Castellón, que Alfredo entrenaba. Era de mañana, llovía con ganas y me metí en mi coche a escuchar música para acortar el tiempo. Una decisión extraña. El Castellón se hospedaba en el mismo hotel y de pronto Alfredo, en una decisión aún más extraña que la mía, se metió en el coche sin pedir permiso. Con todo el derecho que le daba la leyenda que era, escuchó tres tangos, contó tres chistes y me dio tres consejos a la medida de un argentino: «no se agrande que esta empezando», «al fútbol lo juegan once y no usted solo» y «no se apresure que la vida es larga». Me dio la mano y se fue como había venido. No tengo recuerdos de mi reacción, seguramente porque me dejó perplejo. Pero nunca me olvide de lo que dijo.
El hombre
Mucho más tarde lo conocí a fondo compartiendo distintas responsabilidades en el Madrid, y tengo un recuerdo muy nítido de las múltiples versiones del gran Alfredo. Tenía un buen humor infantil, aprovechando cualquier distracción fonética para buscar rimas indecentes. De hecho vivía con la guardia alta hasta el punto de llamarme «Valdini», porque creía que Valdano podía desatar rimas de las que no quería ser víctima. En una ocasión, un aficionado mayor se le acercó para pedirle un autógrafo. Alfredo tomó el papel y le preguntó para quién era. El pobre tipo, intimidado y superado por la situación, solo atinó a decir: “para mi”. Alfredo escribió como un rayo “Para mí” y firmó con el garabato de siempre. También su malhumor lo definía. Cuando alguien le decía que había visto en Valladolid su famoso gol de espuela, el podía contestar: «un millón, doscientas treinta mil, cuatrocientas cincuenta y seis», que era el número de tipos que, según Alfredo, se le acercaron a lo largo del tiempo diciéndole que habían visto aquel gol en directo. Tenía una memoria prodigiosa y con ramificaciones sorprendentes. Podía empezar contando un gol que marcó en Las Palmas y terminar diciendo que después del partido volvieron al hotel, y en el Telediario estaban dando imágenes de unas inundaciones tremendas en Extremadura.
El jugador
Fue un jugador impresionante que realizó una carrera en Sudamérica (Argentina primero y Colombia después) y otra en Europa, donde llegó con 28 años. Era un líder de los de antes: dentro de la cancha, imponía su ejemplo con una entrega absoluta y hablaba con la autoridad de un general. En el vestuario dejó una estela de valores que impregnaron el club de tal manera, que cuando hablamos de Alfredo parece que estamos hablando del Real Madrid, y cuando hablamos del Madrid parece que estamos hablando de Alfredo. Para él, el territorio del fútbol era sagrado y la intimidad del equipo no podía ser invadida por nadie. Vale con esta historia. En un partido de cierta importancia, hubo un penalti a favor del Madrid que Gento, que no era quién debía lanzarlo, se empeñó en tirar. Lo falló. Llegado el descanso Alfredo le abroncó delante de todos, pero justo en mitad de su discurso, un directivo entró al vestuario y pretendió sumarse al rapapolvo. Alfredo lo frenó en seco: “usted váyase a vender entradas”, le dijo. Como pueden ver, le gustaba el orden y ponía a cada uno en su lugar.
El presidente de honor
Ya de mayor, era desconfiado con respecto a cosas que no parecían dignas de una figura legendaria. Desde preguntar en las mañanas del partido dónde estaba su entrada (como si se pudiera quedar afuera), hasta saludar a todos los policías que veía cuando llegaba al estadio «porque nunca se sabe como puede terminar la tarde». En una ocasión me mostró todo ufano el pasaporte en un viaje nacional y, cuando le pregunté para que lo traía si no era necesario, contestó como si me llevara mucha ventaja: «¿Y si secuestran el avión?». En cualquiera de sus versiones, cada hecho que protagonizaba o cada cosa que decía daban ganas de anotarla, porque todas resultaban originales, atractivas, contundentes, siempre fascinantes.
En los últimos años, su cuerpo estuvo muy por debajo de su energía mental. Se agotaba y le costaba dormir por sus problemas en la columna, pero sus quejas siempre contenían un sarcasmo imbatible. La última vez que fui testigo de un momento de plenitud, donde asomó lo mejor de Alfredo durante varios días seguidos, fue en Buenos Aires, cuando lo nombraron ciudadano ilustre de la ciudad. Llegó con Pepe Santamaría, uno de esos amigos con los que le bastaba una mirada para entenderse. Y se reencontró con gente, fundamentalmente ex jugadores, con los que hacia décadas que no se veía. Ese estado de felicidad le produjo una regresión en la que se daban la mano la emoción y su descomunal memoria. Hablaba de episodios ocurridos cuarenta años atrás, pero lo sorprendente era que los contaba con un lenguaje coherente con la fecha en que se habían producido los hechos, y no con el de ese momento. Usaba palabras de un lunfardo en desuso, que nunca supe como podía recordarlas viviendo en España durante mas de sesenta años. En aquel viaje le llamó «filo de sartén» a alguien que se puso pesado con los consejos (porque rompía los huevos). Del mismo modo, no tenía pereza en acercarse a su barrio para comprar unos merengues con dulce de leche que le sabían a infancia, y con los que desafiaba todas las recomendaciones médicas. Le sobraba seguridad, coraje o como se llame ese desafío constante a la vida.
La herencia
Tenía el carácter de un ganador y la inteligencia para convertir en deliciosa cualquier cosa, incluso una bronca. Competía siempre, también en cuestiones cotidianas. Si había dos filas para sacar una tarjeta de embarque, iba cambiando de cola compulsivamente para ganar tres minutos. Si el avión aterrizaba, cuando te querías dar cuenta, él ya estaba de pie para salir primero. Competía hasta consigo mismo. En esas cosas resultaba fácil reconocer a un jugador que ha regado la cancha con su sudor, que gritaba como si le fuera la vida en cada partido y que le exigía a los demás lo que primero se exigía a sí mismo. Y que jugaba al fútbol como los dioses. Un revolucionario que, dentro de un fútbol estático donde cada jugador estaba atado a una posición, fue el primero que se sintió con derecho a influir en todo el campo, inaugurando un juego cinematográfico hacia el que giró, para siempre, el fútbol.
Fue el primer grande reconocido de todos los tiempos que nos dejó (Di Stefano, Pelé, Cruyff y Maradona es la alineación de los que comen en mesa aparte en la historia del fútbol). Lo hizo en pleno Mundial (con el que siempre anduvo a contramano), cuando el planeta ardía de fiebre futbolística. Se fue a su manera: luchando hasta el último segundo. Nos dejó un escudo al que llenó de orgullo y contenido. Y el recuerdo inolvidable de una vida que dignificó el fútbol desde dentro y fuera de la cancha.