El jugador es un actor obligado a representar una obra desconocida frente a un adversario que se empeña en impedírselo. El único libreto es un sabio reglamento que la atenta vigilancia arbitral debe hacer respetar.

Todo futbolista sale a un terreno de juego atendiendo a funciones específicas, porque es prisionero de sus propias características y porque debe aportarlas en beneficio del conjunto dentro de una táctica acordada de antemano y ante un rival previamente estudiado. Errores, fallos arbitrales y hasta elementos casuales pueden cambiar planes establecidos en el primer minuto de partido, obligando a variar posiciones y actitudes mentales. Aun cuando no aparezcan factores imprevistos, el fútbol será siempre, en palabras de Dante Panzeri, “dinámica de lo impensado”, “arte de desparpajo”. Las pretensiones de aquellos entrenadores que pretenden ser más importantes que el juego y los jugadores, mecanizando funcionamientos y apresando iniciativas con rígidos esquemas, no podrán nunca encorsetar la inspiración, y si algún día lo logran el fútbol perderá la mágica emotividad que lo sustenta.

Lo cierto es que el futbolista sale a correr un riesgo, a dar un concierto sin partitura. Nada importaría si nadie observara, pero ni el mejor se siente seguro cuando está obligado a responder ante miles de examinadores atentos, imaginando soluciones cada vez que el balón le elige para que lo juegue.

Al fútbol entonces hay que inventarlo en cada momento, utilizando preferentemente una parte del cuerpo tan inhábil y distante del cerebro como los pies. Un verdadero lio, y para colmo con mucha gente mirando.

Al “miedo escénico” se refirió García Márquez en un artículo periodístico que tenía por tema el pánico que él sentía cuando se veía obligado a hablar en público. Mucho tiempo después rescaté aquella frase de mi mala memoria relacionándola con un miedo que tiene la misma raíz y es común a todos los futbolistas cada vez que tenemos que dar nuestra propia disertación corporal, ágil, veloz y llena de obstáculos, ante un público difícil de contentar. Y cuando digo público me refiero también a los periodistas, que multiplican el número de espectadores y en consecuencia son en sí mismos una importante fuente engendradora de miedos.

Una vez aliviado por la confesión del plagio trataré de acercarme reflexivamente al famoso “miedo escénico” y a otros miedos siempre presentes en la vida de un futbolista que condicionan su libre expresión. Diferentes rivales, distintas situaciones y sobre todo el público convierten lo que debería ser un acontecimiento normal en algo excepcional.

Para un jugador de fútbol el próximo partido será siempre algo especial, aunque tenga detrás diez años de profesión. El miedo nunca puede ser educado por completo, pero la experiencia es un grado que te enseña a dominar el nerviosismo atenazante que de aquél se deriva.

El joven que comienza a mostrarse al gran público es más vulnerable a todos los temores, aunque haya hermosos irresponsables que a los dieciocho años juegan con la soltura que otros no tienen a los treinta. Obviamente cada personalidad fabrica sus propias respuestas a parecidos problemas.

La hostilidad del aficionado suele encontrar una víctima favorita que paga con inseguridad tan dolorosa elección; por el contrario, los jugadores de moda viven una relación idílica con el público, que les otorga el margen de confianza suficiente como para permitirles “echar una cana al aire” en el campo con la certeza de que serán perdonados. En este desfile de “miedos escénicos” no podemos dejar de señalar el peor de los posibles: aquel que le tenemos a nuestro público. Si quienes debieran ser aliados se rebelan hasta convertirse en enemigos, es para ponerse a temblar. El aficionado responde a impulsos pasionales que obligan a plantearse la profesión con un total sentido de la inmediatez. Las respuestas emocionales colectivas son incapaces de tejer grandes fidelidades. Entre el “hoy un juramento” y el “mañana una traición” del tango existe la corta distancia que va de una jugada afortunada a otra que no lo es tanto.

El diálogo permanente que se establece entre jugador y espectador a lo largo de un partido supone una comunicación en la que existe un proceso de ida y vuelta instantáneo: el jugador ofrece mercancía futbolística y el aficionado le paga con afecto. Siempre existirá, por tanto, el miedo de no poder dar y la frustración de no recibir. El juicio del público afecta sentimentalmente, pero, además, resulta esclarecedora para los directivos de que el jugador depende. No hace mucho tiempo el presidente de un club español de primera división me decía con excesiva sinceridad que “a los futbolistas les renuevan el contrato los espectadores”. Esta subordinación económica al criterio popular añade un nuevo elemento angustioso.

Hay actitudes sintomáticas que denuncian la existencia real y mayoritaria de ese miedo múltiple (al público, a lo desconocido, al ridículo, o simplemente físico). La historia del fútbol podría ser entendida como una verdadera antología de la superstición, plagada de talismanes, amuletos y gestos rituales que el jugador utiliza como muletas en que apoyar sus inseguridades. También la drogadicción, ese fantasma tantas veces denunciado, no es más que la expresión de mentes débiles y acobardadas. La violencia, otra de las enfermedades siempre presentes dentro de un campo de fútbol, tiene asimismo un claro parentesco con el miedo.

Decía Kipling que “el éxito y el fracaso son dos grandes impostores”. En fútbol esta frase es más verdadera que en cualquier otra actividad, y el futbolista debería entenderlo así desde el principio. El jugador que vive pendiente de la critica y de los gritos del público termina por entregarse a la visión periodística o al ánimo partidista, olvidando que para él, dentro del campo, no existe compromiso más importante que el contraído con sus compañeros y ante el entrenador. En fútbol uno es gracias al otro y toda tentación de emprender solo la búsqueda del aplauso no significará más que una invitación al caos colectivo.

Pero volvamos al miedo y sus efectos deportivos acudiendo a un ejemplo que me resulta cercano y que periódicamente escribe una sorprendente página futbolística de repercusión internacional.

En fútbol todo es opinable menos el resultado, y las estadísticas cuentan que en su propio campo el Real Madrid ha sido un equipo irresistible que no se resignó a perder un solo punto en toda la temporada. Con especial rigor se trata a los grandes equipos europeos que desde hace dos años nos visitan en el Santiago Bernabéu en el marco de la Copa de la UEFA. Se superan eliminatorias con una contundencia espectacular que alcanza la dimensión de gesta deportiva, y es tal nuestra seguridad que el orden de los partidos preocupa más que el nombre del rival. En cuanto escuchamos “primero fuera, segundo en casa”, el único dato que queda por conocer es el nombre de la víctima.

En el estadio Santiago Bernabéu no hay grandes espacios verdes entre los límites del terreno de juego y el inicio de las gradas. Tampoco hay fosos, ni pistas de atletismo que distancien al aficionado del juego. La gente está “encima”, participa activamente del partido; sin desmanes, sin salvajismo; sencillamente con la fuerza de una ilusión múltiple, colorida y estentórea.

Cada miércoles europeo, un carnaval a destiempo, ruidoso y orgullosamente disfrazado de blanco, nos espera en nuestro feudo con una confianza casi irresponsable en nuestras posibilidades. Resultados escandalosamente desfavorables fueron superados frente a gloriosos representantes de potencias futbolísticas como Alemania, Italia o Bélgica, gracias a actuaciones poco menos que milagrosas, pero que son enteramente explicables apelando a elementos que van más allá de lo estrictamente futbolístico. Las razones técnicas, tácticas e incluso físicas que dan a un equipo su fisonomía, que hacen su estilo, responden, en primer lugar, a las peculiaridades de cada jugador y, en segundo término, a las pretensiones del entrenador. Se depende de hombres que cumplen funciones temporales y por tanto cambiantes. Pero un equipo es, sobre todo, un estado de ánimo, y el Real Madrid ha sabido cuajar un carácter tan peculiar y cimentado que ha terminado por convertirse en una marca registrada que el público exige, obligando al jugador, y que se va perpetuando en el tiempo. Así pues, aun entendiendo que los grandes equipos se hacen a partir de grandes jugadores, hay aspectos puramente emocionales de importancia trascendental en el desarrollo de un encuentro futbolístico.

La responsabilidad de un desafío futbolístico en la cumbre europea se comienza a sentir con varios días de anticipación. La mentalización va creciendo sola hasta que, llegado el día, se desarrolla en los vestuarios, en los instantes anteriores al partido, una importante e íntima ceremonia: allí, en un intento mutuo de contagiarse confianza, se produce un intercambio de miradas cómplices y consignas deportivas dentro de un clima cada vez más encendido. Es en ese momento cuando la comunión de todas las ganas crea una predisposición inquebrantable para hacer frente al inminente compromiso. Merece verse. Es en esos minutos de espera cuando al enemigo se le declara la guerra reglamentaria; esto es, ajustándola a los cauces legales.

Los célebres antecedentes que adornan la historia del Real Madrid intimidan a cualquier visitante en la misma proporción en que nosotros los percibimos en términos de responsabilidad. Esa alegría hecha de afecto y pasión, o expresada en gritos, banderas y cantos, que baja desde las gradas con una intensidad que confunde, provoca la euforia de cada jugador madridista al tiempo que inhibe al adversario. El monumento al fútbol que es el estadio Santiago Bernabéu, donde el equipo local recibe casi sin excepción el homenaje inflamador del “lleno histórico”, disminuye al rival condicionando su rendimiento hasta extremos a veces inexplicables. Ese respeto –en parte obtenido por herencia y en parte trabajado en glorias recientes– que los visitantes nos rinden pierde, en ocasiones, sus límites y se convierte en miedo abierto y claudicante que los entrega resignadamente a la prepotencia deportiva de una plantilla que aprendió a utilizar como nadie esas armas psicológicas.

Sabemos que el escudo del Real Madrid no tiene el poder de las hadas para hacer ganar sin esfuerzo, capacidad y organización, y tampoco dejamos que la confianza se desboque emprendiendo una carrera loca hacia la suficiente y la sobreestimación. Sacrificio, orden y un equipo “en tecnicolor” son atributos indiscutibles de un grupo preparado para las grandes exigencias, que valora y utiliza la confianza ortopédica de 90.000 entusiasmados deseos que, al mismo tiempo, cuelgan en cada jugador adversario una mochila cargada de inseguridades, timidez y miedo. Esas son las científicas razones del llamado “milagro”.

Como simple recordatorio les pediré que no pierdan de vista el orden de importancia de los elementos del triunfo hasta aquí mencionados: el auxilio moral, siendo importante, nunca lo será más que las razones futbolísticas. Por mucho que griten juntos todos los tifossi, las “hinchadas”, las torcidas, los supporters y los aficionados del mundo entero, no harán nunca un Butragueño de un jugador mediocre.

Para saltar por encima de todos los miedos hay que saber para qué se juega y valorar las actuaciones a partir del juicio propio, sin dejar que sean los demás quienes den, con sus gritos, pitos y aplausos, la referencia del triunfo y fracaso. Quien lo logre no se graduará necesariamente de futbolista, pero dará un importante paso para llegar a ser hombre. Claro que para desplazar angustias prefabricadas y colocar el fútbol en el sitio que su condición de juego reclama hacen falta entrenadores pedagogos; y éstos, evidentemente, todavía no han llegado al fútbol.

En este medio el cuerpo sigue siendo más importante que la mente. Esa misma absurda dualidad – físico/mente – fue la que distanció al intelectual del fútbol. A mí me duele entender que la pasión de la que vivo genere desconfianzas injustas. Culturalmente despreciado, políticamente utilizado y socialmente reducido a una expresión popular de menor cuantía, el fútbol sigue atrapando la emoción dominguera de aficionados de todo el mundo, convertido en un cautivante fenómeno de movilización masiva que debería ser merecedor de una tención más respetuosa. Perdónenme por tomarme la licencia de expresar esta queja. Yo sólo quería hablarles de miedos, y aquí hay ya motivo de pena.